En un aula lejana, un profesor se cansó. Se cansó de que sus alum nos durmieran en clase. Y decidió salir de su propio sueño aburrido para despertarlos. Y apagó entonces la luz. Y se hizo una nueva luz. La luz de la tecnología. Promovió Internet en las aulas. Y entendió cómo una buena película puede servir para dar una clase. Y solicitó a las autoridades que instalaran un DVD y un cañón. Que lo hicieron gustosas. Y su escuela fue creciendo en los ra nkings, y en la reputación pública: por su Wi-Fi ilimitado, sus pantallas gigantes y sus infinitos recursos electrónicos. Y, lo más importante, la posibilidad de que los alumnos pudieran conectar sus laptops en clase. Así podrían bajar en el acto el caso que el profesor citara, conseguir la ley relevante, leer la biografía del intelectual ilustrado por el profesor, mirar el mapa en cuestión, informar sobre la temperatura en Antártica y consultar Wikipedia. En un aula lejana, un alumno se cansó. Se cansó de la tecnología de su profesor. Y aprovechó para su provecho la tecnología puesta a su disposición para otra cosa. E ignoró al profesor, que mientras tanto seguía, feliz, mirando la pantalla principal. Y el alumno miró la pantalla de su propia laptop , y encontró otras películas, su correo electrónico, YouTube, Twitter, Facebook y su diario favorito; y otras muchas cosas que le dio vergüenza mirar en clase; por si el compañero de atrás... Y cada tanto, con sofisticada cortesía, miraba a su profesor por encima del monitor de su laptop , justo cuando el profesor volteaba su mirada de la pantalla principal hacia los alumnos. Y el Ministerio de Educación celebraba muy contento, porque ahora tenemos Internet en las Aulas y estamos en el Primer Mundo. Y Bill Gates celebraba; y por una vez brindaba con Steve Jobs; y el magnate Nicholas Negroponte, que regala computadoras a todo el mundo, incluida la Argentina. En un aula cercana, un profesor se dio cuenta. Se dio cuenta de la cruda verdad. Fue un día perverso en que una alumna se le acercó después de clase (ella había mirado un capítulo de Friends durante esa clase, pero eso él no lo sospechaba todavía). Y le pidió, con sonrisa radiante, al profesor, si le podía prestar los hermosos slides que ella no había mirado durante la clase (pero eso no se lo confesó). Para poder repasar para el examen, le explicó. Y el profesor entró en pánico. Mis derechos de autor, pensó; qué dirán los alumnos en las malditas encuestas si me niego, pensó. Y con otra sonrisa radiante, y tan falsa, entregó sus slides, que rápidamente llegaron al resto de los compañeros, agradecidos ahora al profesor que les facilitaba seguir aprovechando las nuevas tecnologías disponibles en el aula. Hasta que un día el profesor regresó; y, como era en el principio, miró a los alumnos a los ojos; y les habló verdades, con voz seductora; y se empezó a convertir en un maestro como ese al que le pasaba cuando enseñaba en la sinagoga, que "todos los ojos estaban fijos en El". Y, de a poco y con esfuerzo, los alumnos se convirtieron, primero, en estudiantes y, algunos, con el tiempo, en discípulos. Y volvió la paz a las aulas, y empezó una nueva guerra: la única que vale la pena: la de la Educación.
Dr. Santiago Legarre
(Docente de la UCA. Investigador del Conicet)
La Nación (2011)